martes, 20 de octubre de 2009

QUEHACER DOCENTE


Reflexionar sobre el quehacer docente es una necesidad constante que debe realizar toda persona que directa o indirectamente se encuentre vinculada con ésta; desde luego, que los más obligados a ello serían los propios docentes y las autoridades académicas.



Pretender ejercer la práctica educativa sin tener claro los fines y propósitos que pretendemos alcanzar, no es educar, quizá cuando mucho, se convierta en un proceso de adiestramiento, el cual, ante la falta de claridad de objetivos, correrá el riesgo de fracasar rotundamente.



Por ello, las instituciones educativas y sus directivos, docentes, administrativos, padres de familia y el medio social donde se encuentre ubicada la institución, deben tener claro qué es lo que se pretende ofrecer a los niños o jóvenes que acuden a un aula, pues de ello depende el producto humano que obtendremos a su egreso.



Mucho se ha escrito con relación al quehacer docente y a las acciones que éste debe emprender al realizar su tarea educativa. La implementación de métodos sistematizados para la impartición de clases ha evolucionado como respuesta a las demandas de incremento en la calidad educativa. Así, recordamos el tradicional sistema de la cátedra, en donde el docente "dictaba" literalmente el conocimiento, hasta contar ahora con métodos en donde la tecnología ha generado novedosas modalidades educativas como lo es la educación a distancia, ya sea vía Internet, o bien, a través de circuito de televisión vía satélite.



Sin embargo, pese a las modalidades didácticas y a la tecnología educativa desarrollada, la educación y sus procesos son aún tema de discusión, análisis e investigación, respecto a su eficacia, pertinencia, calidad y, sobre todo, objetivos.



El término educación proviene fonética y morfológicamente de educare, cuyo significado es conducir, guiar, orientar, aunque para algunos teóricos, la condición semántica del concepto hace alusión a educere, cuyo sentido es el de dar a luz, hacer salir, extraer.




Estas maneras de dar significación al concepto, han generado históricamente dos modelos conceptuales para entender el acto educativo: a) educamos para mantener las condiciones existentes, guiando, formando y reproduciendo patrones de pensamiento y conductas predominantes en un contexto social determinado, o b) educamos para transformar, dar a luz una nueva forma de conducta y valores sociales; es decir, ¿el proceso de educación actual da a los sujetos la capacidad de pensar, analizar críticamente, indagar y decidir sobre su propio universo, o sólo facilita la reproducción y memorización de conocimientos ya establecidos?



Y como parte de estos cuestionamientos, es importante ubicar la posición que adopte uno de los actores principales en este proceso educativo, al cual se le han otorgado diferentes denominaciones, entre las más tradicionales, la de maestro, cuya significación latina es la de jefe o guía; también está la de educador, cuya actuación se concibe dirigida a la formación integral del educando, centrándose sobre todo en la formación del carácter. Mientras que en el caso del maestro, se le ha descrito como el que imparte una enseñanza determinada, dirigiendo su actuación a la formación de aptitudes intelectuales o habilidades profesionales. Incluso, un tercer nombre con el que se le reconoce es el de profesor, refiriéndose de manera más específica, a la persona que proporciona conocimientos o transmite contenidos instructivos sobre algún tema o materia. Definitivamente, no son los únicos nombre que se le han otorgado, pero sí quizá los más comunes, y pese a que se ha pretendido categorizar y atribuir características propias a cada uno de estos términos, el medio social los ubica como sinónimos uno de otro, otorgándole siempre la connotación de sujeto de conocimiento, es decir, del que sabe, del que es autoridad en su materia, el que enseña.



La docencia se ha considerado también como un apostolado, término que proviene de apostolos-apostel, cuyo significado epistemológico se refiere a enviar, ser emisario, transmitir.



Podemos percibir, a partir de los elementos señalados, que la educación, y en especial, la responsabilidad del docente, no es una tarea simple desde su propia definición, y la evolución en modelos educativos y didácticos ha dado mayor complejidad a la misma.



De unos años a la fecha, las instituciones educativas, tanto públicas, como privadas, están invirtiendo en la capacitación de su personal docente y en la modernización de sus espacios educativos. Un ejemplo de ello lo constituye el programa de carrera magisterial iniciado por la Secretaría de Educación Pública durante el periodo presidencial de Carlos Salinas de Gortari, así como los programas de apoyo iniciados por las instituciones de educación superior, a partir principalmente de 1990, en los cuales han integrado a sus docentes, a procesos de formación y especialización en áreas específicas del conocimiento y en el desarrollo de una mayor cultura de investigación científica. Todo ello para responder a las exigencias de sectores, políticos, industriales, y sociales. Sin embargo, se considera pertinente cuestionar: ¿el docente es consciente de los objetivos que su institución educativa persigue?



¿El docente puede responder al cuestionamiento de educar para el cambio, o educar para la permanencia de las conductas e ideologías presentes? Y si responde a cualquiera de las dos interrogantes, ¿tiene claro en lo que está contribuyendo a formar?



Desde luego, la preocupación de las instituciones educativas en capacitar y mejorar la práctica docente es necesaria ante la ausencia de habilidades para la enseñanza en quienes se han ido incorporando como responsables de la educación, específicamente en las áreas de secundaria, bachillerato y universidad, en donde la mayor parte de los encargados de impartir los conocimientos, son profesionales de áreas afines a las materias y con muy poca o ninguna formación en docencia. Y como señalan algunos teóricos, es posible que estos profesionales posean un extraordinario dominio de un área específica del conocimiento, pero ello no garantiza su capacidad como educadores, ni sirve al objetivo primordial de éstos, formar, guiar, conducir, acompañar.



Quien se para frente a un grupo debe tener claro para qué lo hace, cuál es el sentido de estar ahí, qué es lo que desea transmitir a sus alumnos, de qué manera pretende hacerlo, y cómo pretende evaluar el cumplimiento de su objetivo.



El responder al cuestionamiento de para qué ser docente puede no ser una tarea fácil, pero en definitiva, es necesario tenerlo siempre presente y estarlo renovando durante la práctica educativa. Se debe considerar que el responder y comprometerse con un paradigma o una tendencia educativa no puede ser para toda la vida, pues la educación es un fenómeno social y, por lo tanto, subjetivo y dinámico, el cual exige la apertura del docente para modificar posturas y permitir la incorporación de nuevas formas de concebir la educación, teniendo siempre presentes las dos tendencias básicas en la dinámica educativa: educar para la reproducción o educar para el cambio.



No es posible seguir ejerciendo una enseñanza centrada únicamente en la transmisión de información de manera sistemática; clases en las que el docente se limita a recitar un texto, a dictarlo o a transcribirlo a acetatos para luego leerlos en clase. La preocupación de las autoridades educativas es muy válida al pretender que las estrategias didácticas de sus docentes sean más efectivas y significativas para que repercutan en la formación de sus alumnos, pero es igualmente necesario que partamos de la primer interrogante del acto educativo: ¿para qué educar?, y a partir de ello, generar diseños curriculares, planes de estudio y estrategias didácticas que respondan a lo que se pretende generar. Las instituciones y los docentes deben preocuparse por definir conceptual y operativamente sus objetivos, preocupándose por que éstos se manifiesten en su ejercicio cotidiano y porque cada uno de ellos esté involucrado activamente con estos propósitos, a fin de permitir una mayor claridad a su actuación y, por ende, un mejor proceso educativo.



Mención aparte merece el complemento del proceso educativo: el alumno, este niño, adolescente o joven que va a nuestras aulas a aprender, y en ocasiones con la creencia firme de que nosotros los docentes somos los que le enseñamos. En el proceso educativo es fundamental que el docente esté perfectamente consciente de que lo que tiene ante sí en un salón de clases es un grupo de seres humanos, listos o no a iniciar un proceso de adquisición de conocimientos, personas que sienten, que tienen expectativas y una historia que marca y determina las actitudes y los motivos que lo mantienen en un salón de clases.



Quizá la primera responsabilidad de un docente sea la de conocer a sus alumnos, pero no conocer su nombre, el lugar que ocupa en el salón, el número en la lista de asistencia o si tiene buenas o malas referencias de sus anteriores maestros; conocer a los alumnos implica ir más allá, implica reconocerlos como personas y darles en mi mundo un lugar; dejar que parte de mi tiempo, mi pensamiento y mis emociones se entrelacen y se desarrollen de manera conjunta con ese grupo de sujetos que estoy formando; los docentes no podemos separar nuestra historia de vida de la historia de cada uno de nuestros alumnos. Queramos o no, estamos influyendo y dando parte de nosotros a esos niños o jóvenes, quienes a su vez nos otorgan gran parte de la de ellos.



Es triste pensar que en ocasiones, los docentes efectuamos mecánicamente nuestro proceso de formación; iniciamos y terminamos la clase sin mayores comentarios que la temática preparada para el día, además de salir corriendo del salón para iniciar nuevamente, frente a otro grupo el mismo proceso mecanizado, y lo repetimos incesantemente durante el día. Difícilmente, algunos docentes se detienen en el inicio o transcurso de la clase para averiguar qué novedades existen en los grupos; del porqué tal o cual alumno no ha asistido a clase; sólo se pasa lista y se inicia con la temática del día, pues el compromiso de cumplir con un programa es, en ocasiones, más fuerte que el objetivo de formación de un ser humano.



La función docente es y será una labor sumamente importante en la educación formal para siempre; los sistemas electrónicos modernos jamás podrán sustituir el proceso docente y sus beneficios. Desde luego, estos instrumentos tienen suma importancia en la modernización educativa, y podrán enriquecer significativamente el desarrollo académico de muchos pueblos, pero el docente siempre tendrá un lugar prioritario en este escenario educativo; por lo tanto, saber el porqué y el para qué de nuestro quehacer es de vital importancia para generar una educación de calidad al servicio de nuestra comunidad.

El camino de la educación y formación del ser humano siempre va a requerir de un instructor, de un guía, de un formador, de un educador, de un escultor que dé la forma y el detalle de perfección a la obra y lleve la masa hacia la supremacía de lo que puede ser...



Pero todo formador o educador requiere, sobre todo, conocer y entender el fin y el objetivo de su obra; y ante todo, conocer, en primer lugar, el objetivo y fin de sí mismo.



Requiere alcanzar su mayor esplendor para transmitir en su trabajo formativo, las pinceladas y trazos que harán del ser en formación, un sujeto capaz de alcanzar el más sublime de los conocimientos: el conocimiento de sí mismo como ser individual, inteligente, creador y humano.